Vacío

Nada. La ensombrecida estancia no era si no un reflejo de mi alma, una pequeña metáfora de mi propio ser. Una sonrisa irónica trataba de hacerse hueco entre mis labios con poco éxito, casi como si las emociones no tuvieran lugar en mí. Nada. Era abril y de algún modo mis ojos no veían la vida de la primavera, si no la propensión a la muerte que conlleva el otoño, como una señal de que tal vez yo, en realidad, no estuviera vivo. Nada. Las palabras se atragantaban en mi cansada garganta, se amontonaban ahí por no encontrar una salida y perdían su propio sentido. Mi voz se apagaba y perdía la capacidad de comunicarme con un lenguaje normativo, dejando mis vidriosos ojos como el único recurso que me quedaba para comunicar aquello que llevaba dentro. Nada. Mis fuerzas se esfumaban del mismo modo que los últimos resquicios de mi sonrisa. Sentía el peso de nuestra paradójica existencia clavándome a este pedrusco en el que habitamos flotando en la aterradora inmensidad de lo que llamamos universo tratando de otorgar sentido a lo desconocido. Nada, nada y más nada. ¿Pero es esa sensación de vacío, al fin y al cabo, algo? Porque la Nada, con mayúscula, debería ser indiferente y mi nada era una quemadura que no dejaba de escocer, una herida abierta que no cicatrizaba porque necesitaba puntos y no un simple vendaje, y mi mente en su propia sabiduría trataba de apartar ese dolor invitándome a sentir lo menos posible para protegerme. No lo sé, pero le tengo miedo a la Nada y siento cómo cada segundo que pasa me acerco más a ella de forma irremediable, y que haga lo que haga no me espera nada más que eso, como a todos vosotros que vivís en esta ilusión de libertad de la cual somos esclavos.

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